La primera
vez que escuche al silencio. Estaba buscando sombras escondidas en la alcoba,
estaba lamiendo sueños atrapados en los rincones de mi mismo, estaba
persiguiendo esos ecos violáceos y frenéticos que simplemente rebotan y rebotan,
hasta transformarse en formas salvajes y autónomas que se acarician y se
muerden. Parpadeando como luces cansadas al reflejo de una calle húmeda y
distante. Si, la primera vez que escuche el silencio, este se hizo de mi pleno
retomándolo como alma que retoma un cuerpo, como luz que irrumpe en la
oscuridad, transmutándola, como tiempo que ultraja, como gota que divaga, a
través de las tormentas.
La primera
vez que escuche al silencio, me escuche a mi mismo. No era un susurro ni un
secreto, no era un soplo ni un lamento. Era un descomunal alarido, que nacía en
mis entrañas y crecía portentoso por mis huesos, por mis ojos, por cada uno de
mis momentos, tan pesados como etéreos. Íntimos, húmedos como tu sexo, y tan secos
como un lejano desierto. Derrumbando todo, flagelando al verso, evadiendo al
tiempo.
En la intrínseca
visión de mi mazmorra el viento corre, el mar aúlla, el fuego empapa. ¿Y la voz?
La voz renace de las ruinas de esos ecos que escaparon del silencio. Cómplice
pagano, poeta profano que desnuda la locura mostrando al hado ensimismado y al espacio,
lleno de vacío.
<KIRVA>
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